miércoles, 29 de julio de 2009

¿Soy yo este hombre que anda conmigo…?

Hacía frío.
Aquella noche parecía que el viento traía consigo el hielo de los polos y justo en la coyuntura sobre el codo, donde el antebrazo se une al bícep, él comenzó a sentir ese aire helado que entume los huesos, pareciera que esa parte de la camiseta la tenia húmeda y el agua le penetrara la piel.
Con la nariz constipada, se le dificultaba respirar y tenia que forzar la respiración a través de la boca, lo que le hacía jadear de vez en cuando y emitir un sonido como una especie de “bramido” o el bufar de un toro.
Con el seño fruncido miraba el monitor de la computadora, mientras una melodía lo acompañaba… “acompáñame a estar solo…”
Por instantes, con el corazón constreñido y un leve mareo que le hacia perder el conocimiento, sentía ganas de llorar. Se controlaba. No era posible estar triste. No era deseable. No era permitido. No por esas razones.
Miraba de reojo el reloj y de vez en cuando abría la ventana del Messenger.
No había nadie.

¿Era posible acaso?

Después de tanto tiempo, tantos tropezones, tantas decepciones…

¿Acaso era posible que de nuevo hubiera entregado su corazón?

Una molestia enorme le encabronaba de solo pensarlo.
Intentaba distraerse, tomaba agua, volvía a jadear. El aire le faltaba.
Como si se tratara de una mas de sus poesías, se le ocurrió que quizá le faltaba el aire porque le faltaba ella.
“Demasiado cursi” pensaba para si mismo.
No podía evitar sentirse solo, triste, cansado.
No podía evitar cuestionarse si todo aquello a final de cuentas valía la pena.
Cada quien busca su propia felicidad.
Cada quien se conforma con su propia vida.
Cavilaba para si mismo, acerca de sus imposibilidades e impotencias, del amor perdido, el que pudo ser, el que fue y nunca mas será.

¿Y si todo fuera un sueño?

Si así fuera, le hubiera gustado despertar justo al terminar la secundaria.
Era una fantasía recurrente. Después de soñar la mitad de tu vida poder despertar y no cometer los mismos errores, aprovechar las oportunidades que se dejaron ir.
Lo primero que haría sería declararle su amor a aquel amor de pubertad, 12 años enamorado de ella y nunca pudo hacerlo. Siempre soñó lo que habría pasado si ella hubiera sido su novia.
Tan solo con verla le temblaban las piernas. Ahora ella era solo un sueño, una ilusión jamás realizada. La primera desilusión.

Por momentos, sentía ganas de salir corriendo. Ir corriendo a buscarla. No a aquel amor lejano. Sino al amor presente.
Al que como siempre pasaría, después de un tiempo quedaría en el olvido, en el baúl de las imposibilidades.
Se había vuelto un experto en esa actividad.
Enamorarse, enamorar, terminar rechazado, con el corazón roto, decepcionado y volver a empezar.

¿Cuál era ese patrón que se repetía una y otra y otra vez?

“Eres un masoquista, cabrón” se decía a si mismo a falta de mas explicaciones.
Las canciones románticas le dolían, le estrujaban el corazón.
Hace algún tiempo, pensó que la poesía le servía para descargar su alma. Hoy, mas de 100 poesías después, su alma seguía estando igual, quizá peor, con mas soledad, con mas tristeza.

Para un deprimido crónico la tristeza puede ser la peor compañía.

Miraba el teléfono, no tenía a quien hablar.
Miraba alrededor y buscaba desesperado un escape.
La televisión ya no servía como antes, los cientos de libros que leía, devoraba, que le hacían tener un tema de conversación eterno y aparentar tener la respuesta a todo o una sabiduría simulada, el día de hoy solo eran papel. Papel muerto, inerte, regado por los rincones.

Todo lo que quería era poder verla, besarla.
No pedía mas que eso.
La necesitaba.

No le ayudaba sentirse rechazado, pecador, impropio, prohibido.

¿Cómo explicarle al mundo que su soledad no le permitía vivir?

Rodeado de cientos de personas a diario, era increíble estar tan solo, sin amigos a quien recurrir.
Por eso se ensimismaba en la pantalla, respirando dificultosamente, esperando un milagro, una señal.
Optimista la mayor parte del tiempo, hoy, ensimismado en el frío polar de la noche, moría de tristeza. Por fin, una lágrima asomaba en sus ojos, el seño se endurecía, una melodía melancólica con un piano solitario comenzaba a sonar.

Todo lo que quería era escucharla decir te amo.
Un abrazo. Un beso.
Después moriría tranquilo.
No pedía mas que eso.

A diario mendigaba mendrugos de cariño, de afecto, de caricias.
No era divertido.

Y sin embargo, sonreía, reía a carcajadas, se burlaba de su mísera vida y lo miserable que era la de los demás, como para vengarse, como para tratar de salvarse o de perderse de una vez.

Y no tenía mas que aquello.
Un monitor encendido frente a él, la nariz constipada y la boca abierta. Si moría en ese momento, ¿Qué cambiaría?
Las ideas suicidas comenzaron a rondar su cabeza,
¿Habría sangre? ¿Habría llanto? ¿Lo extrañarían?
¿Acaso le dolería a alguien?

Y lo único que deseaba, que quería, era poder verla, tomarla entre sus brazos y decirle suavemente al oído “te amo”.

¿Se puede extrañar tanto?

Estaba enloquecido, desesperado.
En esta noche fría, no servían las teorías, las filosofías, ni la misericordia de Dios o las trampas del demonio. Nada tenía sentido.
Sólo la luz de la pantalla frente a él que lo hipnotizaba.

Al final de todo, no tenía caso morir.
Ya estaba muerto.

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